Una relación tóxica



La música me empezó a gustar de verdad cuando tenía 11 años, pero no sabía que yo no le gustaba a ella. Ni siquiera sabía que eso era posible. En sexto grado ya bastante sufrimiento tenía con el amor no correspondido de mi compañero Gilberto.

Sin embargo, la vida pasa y nunca deja de sorprender. Descubrí que la música me quería lejos de ella a los 16, cuando le pedí una guitarra acústica a mis padres y fui a tomar clases gratuitas con el profesor de religión del colegio.

Un profesor de religión dando clases de guitarra a una adolescente de pelo rosa con un tatuaje de cereza detrás de la oreja no tenía absolutamente ninguna razón para salir bien. Pero mis padres ya habían hecho demasiado pagando aquella guitarra negra con cuerdas de acero y no estaban dispuestos a pagar también las clases para que yo pudiera tocarla.

Para ser honesta, realmente ni siquiera quería una guitarra, quería un bajo. Hacía un par de años había visto una foto en la revista Capricho de una chica que tocaba el bajo y yo también quise tocar. Ni siquiera sabía exactamente lo qué hacía un bajo, pero viendo algunos shows me convencí de que era mucho más fácil de tocar que una guitarra. Tenía menos cuerdas, eran más gruesas y no necesitaba todo ese mundo de pedales. Pero, ¿qué familia de escasos recursos le compra un bajo eléctrico a una adolescente que no toca el bajo eléctrico?

Mi deseo aumentó cuando mi mejor amigo un día estacionó el auto de su padre frente a mi casa y se bajó cargando su bajo Tagima y una clase de amplificador y simplemente los dejó en mi casa. Unos amigos me habían enseñado a tocar lz intro de Come as you are y pasé días y días tocándola en mi habitación, hasta el momento en que él volvió para buscar sus pertenencias porque necesitaba ensayar. Yo estaba fascinada.

Pero volviendo a la guitarra, que era lo que había, yo realmente no tenía muchas opciones. Era el profesor de religión o nada. Y no me gustaban nada las canciones que me enseñaba. Miraba mis dedos rojos, las marcas de las cuerdas casi atravesando la piel, y sentía que no valía la pena. O sea, ¿todo aquel sufrimiento para tocar Esperando na Janela de Gilberto Gil?

Yo sabía que casi todas las bandas que me gustaban usaban solamente tres o cuatro acordes en sus canciones, entonces ¿por qué carajo ese señor no me enseñaba lo que quería tocar? Pero él era un profesor de religión, no iba a aprender a tocar Blitzkrieg bop para luego enseñarme.

Dos meses después, estaba a punto de rendirme. Traté sin éxito de sacar las canciones que me gustaban imprimiendo cifras de Cifra Club y no hubo manera, ni siquiera con la ayuda de mi novio de entonces, que era guitarrista en una banda de pop punk. Así que decidí jugar la última carta. Llevé mi CD de Avril Lavigne, Under my skin, a clase y pregunté si podíamos escucharlo y sacar alguna canción de allí. Dijo que no había como escucharlo durante la clase y preguntó si podía llevárselo a casa. Le dije que sí.

A la semana siguiente llegué muy ansiosa. Sin embargo, el profesor dijo que no había tenido tiempo de escuchar el CD, pero que seguro que la próxima clase podríamos tocar algo. Demasiado tarde, amigo. Ese fue mi último día y nunca más volví a ver mi CD de Avril.

Durante unas semanas seguí intentando en vano tocar canciones de CPM 22, mi banda favorita, con cifras de Cifra Club. Agarraba la guitarra cada vez con menos frecuencia y después de que mi novio guitarrista y yo cortáramos, se convirtió en un mero objeto decorativo.

En ese momento yo ya sabía que quería ser periodista, pero no sabía qué tipo de periodista. Cuando salió la primera edición de la revista Rolling Stone Brasil, ese mismo año, una luz surgió en mi camino. No tocaría música, escribiría sobre ella.

Ocho años después, cuando estaba entrevistando a una contrabajista de verdad para el diario en el que trabajaba, volvió el deseo de tocar un instrumento. Pero no sin traer consigo el recuerdo de la pesadilla que fue aquel intento de aprender a tocar la guitarra. Mientras esperábamos el auto para volver a la oficina, le comenté a la fotógrafa sobre las ganas que tenía de tocar y lo mala que era con las cuerdas. 

— Y tocá la batería entonces. — dijo ella.

Y ahí fui yo, con 24 años, a anotarme en un instituto de batería. Aprendí a leer partituras y, con el tiempo, incluso pude acompañar algunas canciones más fáciles en su totalidad. Era agotador, pero no dolía como la guitarra. Sin embargo, nunca me lo tomé muy en serio. Es decir, yo no tenía una batería, nunca tendría una batería, ¿de dónde sacaría dinero para comprar una batería? ¿Dónde pondría una batería? ¿Me dejarían los vecinos dondequiera que viviera tocar la batería si tuviera una?

Quizás si hubiera descubierto que ese era mi talento oculto, que nací para ser baterista, me hubiera podido plantear todas estas preguntas, pero claramente no era el caso, fue simplemente otra ilusión más, y un año después dejé las clases porque decidí venirme a Buenos Aires.

Por un tiempo la música terminó ocupando un espacio muy pequeño en mi vida. Es decir, solo la escuchaba. Intenté colaborar desde Buenos Aires con una revista de música que escribía cuando estaba en la universidad, pero duró un suspiro. Como ya no tenía ninguna intención de volver al periodismo, extrañaba esa molestia en mi vida.

Un día abrí el placard donde guardábamos cachivaches y rescaté un pianito que tocaba Javi cuando era niño. Era muy chico y de solo dos octavas, pero funcionaba perfectamente y sonaba como un teclado normal. Busqué tutoriales en Youtube para aprenderme las notas y en poco tiempo ya estaba tocando La Pantera Rosa. Conmovido, Javi decidió ir a casa de su amigo a buscar un teclado midi que habían comprado juntos para una futura banda que nunca existió. Ahora al menos tenía un teclado de tamaño normal.

Después de casi un año aprendiendo con videos de YouTube, decidí tomar clases con una profesora que vivía en el camino entre mi casa y el trabajo. Lo primero que hizo fue enseñarme a leer partituras de verdad, bastante diferente de lo que yo recordaba de la batería. Eso cambió mi vida. Saber lo que eran esas líneas y símbolos significaba que cualquiera podía tocar cualquier canción. Excepto yo, por supuesto. A pesar de poder leer, la dificultad era real y oficial, y dependiendo de la canción me tomaba meses tocarla entera.

A finales de ese año hice una de las mías. Aproveché las vacaciones de la profesora y luego mis propias vacaciones para nunca más volver a las clases. Mi plan era buscar a alguien que me diera una base más teórica. Javi me había regalado un teclado de verdad para mi cumpleaños y estaba muy animada por mejorar mis habilidades. Pero entonces empezó la pandemia y, bueno, nada sucedió. Seguí dando vueltas, tocando lo que ya sabía y buscando partituras de otras canciones que me gustaban.

Este año, mi obsesión con Joji me hizo querer aprender a tocar absolutamente todas las canciones suyas que tienen piano, y tocarlas me hizo querer cantarlas también. No podía simplemente estar satisfecha con haberme mantenido tocando un instrumento durante cuatro años seguidos, así que fui a tomar clases de canto. Duró exactamente 10 semanas, hasta que mi profesora decidió mudarse al otro lado de la ciudad sin que yo hubiera aprendido a cantar Glimpse of Us como corresponde.

Es esto. La música realmente no quiere saber nada conmigo. Y ni siquiera conté la parte en la que escribí una letra y una melodía y traté de producirla con ayuda semiprofesional. Obviamente, la canción no está (y nunca estará) terminada.

Nenhum comentário:

Postar um comentário