Un poco argentina, un poco Taylor Swift y algo confundida

Pasé la Navidad con mi familia en Brasil. La última vez que esto sucedió fue en 2018, cuando decidí hacerlo sola. Esta vez me llevé a Javier para que viera que todo era verdad. Que empezamos a tomar a las siete de la noche, que intercambiamos regalos antes de la cena, que después de comer bailamos en el living y un poco antes de la medianoche todos ya se fueron a dormir. La Navidad de mi familia termina antes de empezar. Me pregunta si es una costumbre brasileña y le respondo que estoy casi segura de que no, es cosa de mi familia.

Cada vez que voy a Brasil me siento un poco menos brasileña. No porque todo sea malo, sino porque todo es muy diferente. Aunque que muchas cosas sean realmente malas. Pero sé que Balneário Camboriú no es un parámetro para nada y que medio Brasil quiere que la ciudad se hunda, pero espero que no, porque en ese caso yo sería huérfana.

La verdad es que cada vez me cuesta más cambiar mi personalidad argentina por la brasileña. Cada vez mezclo más los idiomas y traduzco expresiones a cosas que no existen.

En Balneário Camboriú hay música en vivo en todas partes. Cualquier restaurante con dos mesas ocupadas tiene un tipo en un rincón tocando Armandinho con una guitarra. Eso no hay en Buenos Aires. Tampoco hay omvres acelerando autos que valen más que una casa de cinco ambientes, haciendo ese ruido insoportable. Un día estábamos almorzando en el balcón del departamento de mis padres, en el piso 11, y escuchamos uno de estos. “¿Allá también se escucha así de fuerte?”, preguntó mi vieja. Me detuve un segundo a pensar, vivimos en el 4º piso y no, no escuchamos. Porque ese ruido prácticamente no existe por acá. Quizás las cirugías de alargamiento de pene realmente funcionen en la capital porteña y ya no necesitan hacer eso. 

Las personas que te atienden en cualquier emprendimiento son simpáticas en Brasil. Desde el tipo que maneja los lockers en la terminal de micros de Florianópolis hasta el bolsominion dueño del bar de açaí de la Avenida Brasil. Sé que siempre fue así, pero como esa era la regla cuando aún vivía en el país, estaba acostumbrada. Ahora estoy acostumbrada a pedir por favor que me atiendan, que me dejen sentarme en una de esas tres mesas vacías y sin reservas que veo desde acá. Estoy acostumbrada a pedir disculpas porque mi pedido llegó incorrecto y me gustaría el correcto o porque pasé mi SUBE un segundo antes del momento indicado al subirme al colectivo (en estos momentos también suelo rezar para que el conductor no me pegue).

Vi la final del Mundial en Brasil y, aunque odio el fútbol, ​​en el segundo tiempo grité como el viejo hincha de River, casi me agarra un infarto, me acordé por qué odio el fútbol y luego me fui a Avenida Central y Atlântica a festejar con los argentinos, casi sin voz. Al cuarto día ya se me antojaba una buena milanesa de ternera y en Nochebuena tenía ganas de un pionono navideño para acompañar el pavo.

En el nuevo año, ya en mi ciudad (Buenos Aires, por las dudas) cuando se enteraron de toda mi entrega a la selección argentina en la final del Mundial, recibí de mis amigos la ciudadanía honorífica. Y hasta me permitieron andar por la vida diciendo que tengo ocho mundiales.

La Nochevieja tuvo casi todo lo que esperarías de una Nochevieja en Buenos Aires: corte de luz, sidra  1888, abundante picada, que incluía jamón crudo, sanguchito de miga y empanadas fritas, Miranda! en la playlist y muchos excesos. Solo faltó el calor tradicional que te hace sudar hasta entre los dedos.

En un momento de la noche, la hermana de 21 años de la dueña de la casa dijo que me parecía a Taylor Swift. Y que una solución para mis brazos gordos podría ser comenzar a amarme como soy.

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