Nunca hice amigos tomando leche

A pesar de ni de lejos haber estado tan ansiosa como el día en que fui al Meet Up de Language Exchange en abril, debo admitir que mandé una copita de vino blanco antes de salir. Esta vez, sin embargo, sería distinto. No tendría que contar con la suerte de que alguien tuviera ganas de acercarse y hablarme, y tampoco necesitaba coraje para acercarme yo a alguien. Esta vez no nos quedaría otra, estaríamos obligados a interactuar. Era prácticamente el Gran Hermano. 

Vi la publicidad de Timeleft cuando buscaba formas de hacer amistades en Barcelona. Y la propuesta me pareció como mínimo curiosa. La cosa es así: te suscribís a la app, pagas el valor correspondiente al plano que elegiste, respondés a una serie de preguntas sobre tu personalidad, gustos y estilo de vida y elige la fecha en la que vas a querer cenar con cinco desconocidos en un restaurante de la ciudad. 

La app se encarga de hacer un match con otros suscriptores, reserva la mesa en el restaurante y todo lo que tenés que hacer es ir al lugar pactado en la hora pactada, preguntar por tu mesa de Timeleft y voilà!, tus nuevos amigos te estarán esperando allá. Bueno, o no, caso seas el primero a llegar.

Un día antes de la cena, la app te tira información básica sobre tus futuros amigos: los países de origen, el signo zodiacal, la industria en la cual trabajan y cuál será el idioma principal a ser hablado esa noche. Y esto es todo. 

En mi caso, no seríamos seis personas en total, sino siete, y el idioma principal sería el inglés, algo opcional al momento de configurar la cuenta. Había decidido marcar inglés y español para aumentar mis posibilidades de conocer a alguien proveniente del más recóndito rincón del planeta y a la vez contar con la suerte de que hubiese alguien de Argentina en la mesa. Pues dicho y echo. Mis futuros amigos eran de España, Ecuador, Italia, Rusia, Islandia y, cómo no, Argentina. 

Llegué al restaurante a las 21 en punto. 

–  ¿Hola? Hi? –  es lo primero que sale de mi boca mientras miro hacia una de las chicas.

–  ¿Español? –  pregunta ella.

–  ¡Sí! –  le respondo, con el entusiasmo de una nena en el primer día del secundario. 

La chica resultaba ser Sofía, que, para mi sorpresa, era justamente el porcentaje argentino de la mesa. No porque no pareciera Argentina, sino porque lo mínimo que esperaba de una compatriota argentina era que llegara 20 minutos tarde. Quien lo hizo, sin embargo, fue Jon, el islandés. Ya no se hacen más estereotipos como antes. 

El restante de la mesa estaba compuesto por Charo, del sur de España, Fabio, el italiano que prefiere hablar inglés que español, Sebastián, el ecuatoriano que sabe todo lo que hay para hacer en Barcelona, y Anna, la rusa que ocasionó que el idioma principal de la cena fuera el inglés. Y bueno, yo. La brasileña que habla en argentino. 

¿Tenemos personalidades parecidas? ¿Nos gusta ir a los mismos lugares, hacer las mismas cosas y escuchar la misma música? Evidente que no. Pero nos gusta empinar el codo y me parece suficiente. De hecho, dos días después, cuatro de nosotros volvimos a encontrarnos en un bar de Gràcia. 


Y esta es la foto de nuestro grupo de WhastApp:



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