Allá por el 2017, cuando todavía vivíamos en mi amado barrio de Colegiales, fuimos a una de esas ferias que organizaban un grupo de artistas independientes en una casona cerca de nuestro edificio. En aquella época todavía éramos jóvenes y teníamos la voluntad de buscar entretenimiento diurno, aunque fuera por unos minutos, y aprovechábamos para hacer el aguante a la producción de artistas y artesanos de la ciudad.
Después de mucho chusmear los cuadritos, cuadernitos, agendas, imanes de heladera, ropa, joyas e incluso la pastelería vegana gluten-free, quedé completamente hipnotizada por una mini maceta con forma de ciervo.
En aquel entonces yo era aún más pobre que ahora y no tenía el coraje de gastar mi dinero en algo que no necesitaba, pero que quedaría hermoso en nuestro departamento aún en proceso amueblamiento. Pero Javi, que siempre fue un poco menos pobre que yo, decidió comprarlo y regalármelo. O regalárselo a nuestra casita, que recientemente había ganado una bella mesita ratona. Lo mejor era que la maceta venía con una plantita gratis, así que antes de ponerla en la bolsa, la chica que la vendía me pidió que eligiera cuál quería. No había muchas opciones y terminé eligiendo una suculenta medio genérica. Me llevé la maceta a casa con la suculenta debidamente plantada, radiante de felicidad.
Aunque siempre había soñado con tener una casa llena de plantas, esta era la única que tenía en ese entonces. El apartamento era un poco oscuro, lo que hacía bastante complicada la supervivencia de cualquier especie. Pero cuidé muy bien de mi suculenta. Si bien su lugar era la mesita ratona, la dejaba junto a la ventana algunos días a la semana para que tuviera un poco más de luz, le echaba la cantidad de agua recomendada y solo me faltaba realmente hablar con ella.
Sin embargo, nada de esto ayudó. La plantita fue perdiendo sus hojas una a una hasta que no quedó ninguna. Entonces compré otra y la planté en su lugar. A los pocos meses pasó lo mismo. La cambié por un mini cactus. Pero adiviná qué pasó.
Pues sí, él también murió.
Cuando nos mudamos al barrio de Belgrano, a un departamento más luminoso, pensé que mis problemas finalmente se resolverían. Compré otra suculenta para la macetita y, con ella, muchas otras plantas. El ciervo ya no estaba solo. Para mi sorpresa, todas estaban logrando sobrevivir sin mayores complicaciones, a excepción de la suculenta del ciervo. Seguí cambiando de especie, graptoveria, echeveria, crassula y andá a saber qué otro nombre raro, pero nada funcionó. El ciervo siguió matando todas las plantas que vivían en él.
Incluso después de la tercera mudanza, donde una ventana redonda hacía que el maldito ciervo recibiera luz solar directa durante la mayor parte de la mañana, las plantas seguían muriendo. Hasta que este año tomé una decisión drástica. Compraría la planta final. Después de seis años y aproximadamente 15 plantas muertas, esta tendría que ser la última. La residente definitiva del ciervo.
Entré al bazar chino decidida a resolver la situación para siempre. Caminé por aquel largo y ancho pasillo, pasé por el sector de maquillaje, el sector de medias, el sector de velas, y finalmente llegué a donde quería: el sector de plantas de plástico.
Estaba, por fin, libre. Libre de la malevolencia del ciervo de cerámica.
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