Fui a una clínica de estética y adiviná qué pasó

Si leíste la mitad de un posteo de este blog probablemente te diste cuenta de que no soy ningún modelo de conducta de la aceptación y el amor propio y que I may or may not haber pensado por un segundo que amputarme ambos brazos sería la solución a su circunferencia desproporcionada. Dicho esto, fui a una clínica de estética. De nuevo. Solo que esta vez no fue solo una visita breve y sin compromiso, y no fueron mis brazos los que me atrajeron hacia ella. Una mujer siempre puede encontrar un nuevo problema en su apariencia para resolver. Esta vez la idea era mejorar este rostro de treintañera. 

Aunque yo no sea un modelo de conducta de la aceptación y el amor propio, admito que siempre tuve cierta resistencia a procedimientos como bótox o fillers en general. Creo que todo bien los que quieren hacerlo, tal vez algún día incluso quiera hacerlo yo misma. Algunos quedan bien, muchos quedan bastante malos. Pero esa es solo mi opinión. Andá e inflá tus labios si eso es lo que querés. Sin embargo, siempre tuve curiosidad por otro tipo de tratamientos, los que realmente tratan y no te ponen sustancias extrañas para rellenar surcos. Existen aproximadamente ochocientos mil tratamientos de este tipo: radiofrecuencia, luz pulsada intensa, CO2 fraccionado, mesoterapia, plasma rico en plaquetas, hifu, pixel, terapia fotodinámica, dermapen, solo por mencionar algunos.

Quería suavizar unas manchitas de sol que solo yo podía ver, disminuir unos poros dilatados que solo yo podía ver y borrar unas finas líneas de expresión que, adiviná, solo yo podía ver. Quería que fuera rápido, con una sola sesión, y realmente efectivo. Como este tipo de tratamiento se recomienda en invierno, investigué durante un mes y el elegido fue un combo de láser de CO2 fraccionado y plasma rico en plaquetas. Una pequeña fortuna de la que nunca me recuperaré financieramente.

Pero estaba emocionadísima. Elegí una semana sin muchos compromisos, cancelé los pocos que tenía y fui a la sesión un bello atardecer de un lunes de julio.

Si el día de la primera cita la médica hubiera sacado un frasco del cajón, lo hubiera abierto debajo de mi nariz y dicho “este es el olor que vas a sentir durante el procedimiento”, claramente habría salido por la puerta para no volver jamás. Ella disparó el primer rayo y el olor que emanaba en ese consultorio blanco era de quemando. Literalmente, carne quemada. Mi carne. La carne de mi CARA. El olor era tan espantoso y la idea de que esto salía de mi cara era tan absurda que ni siquiera le prestaba atención al dolor. Pero el dolor existía. Estaba ahí.

A veces una persona solo necesita oler carne humana quemada para reconsiderar sus decisiones. En ese momento pensé por primera vez “qué carajo estoy haciendo con mi vida, que alguien me saque de acá”, pero ya había pasado mi tarjeta de crédito y tendría que ir hasta el final. Por suerte no tomó tanto tiempo. Al final de la sesión, la doctora me untó un gel viscoso para aliviar el ardor y reducir el enrojecimiento, pero no sé si realmente funcionó, porque cuando entré al ascensor tenía la cara ardiendo y muy roja. Y así volví a casa, caminando de Recoleta a Palermo a las siete y media de la noche. El viento fresco aliviaba un poco el dolor, pero no era exactamente una fría noche de invierno porteño, creo que rondaba los 14 grados. Mi siguió ardiendo hasta casi la hora de acostarme, cuando descubrí que la crema que me dio la médica solucionaba esta cuestión. No tuve ningún problema para dormir, aparte de tener que acostarme boca arriba toda la noche.

Ya sabía que mi cara iba a estar fea por unos días. Muy fea. Fea de verdad. Pero no estaba preparada para lo que vi en el espejo aquel martes por la mañana. Yo era Amy Schumer con insolación.

 — La puta madre, estoy muy hinchada  — le dije a Javi desde el baño. — No me mires. — Agregué mientras salía hacia el living con la cabeza gacha, creyendo que solo era una situación momentánea que se resolvería en quizás una hora o dos.

 Por supuesto que eso no sucedió y finalmente él tuvo que mirarme. Sin embargo, no parecía tan sorprendido.

Me pasé el día con la cara hecha una sandía pelada, y lo que me resignaba era que al menos no me dolía y que mañana sería un nuevo día y todo estaría mejor. Pero mañana no estuvo mejor.

Ese miércoles hubiera sido genial si yo tan solo siguiera pareciéndome a Amy Schumer insolada, pero no. Ahora yo era el mismísimo hombre elefante. Apenas podía abrir los ojos. Podía ver la punta de una lagaña que era imposible sacar porque estaba completamente atrapada y cubierta por la piel hinchada de mi párpado. Esto no era normal. Había visto una docena de videos de personas que habían hecho el mismo tratamiento, mostrando cómo se veían sus caras cada día después del láser y absolutamente ninguna de ellas se veía ni remotamente así. ¿Podría ser una alergia a la crema descongestionante a base de hierbas que me dio la médica?

Traté de no entrar en pánico. Javi seguía durmiendo y yo estaba encerrada en el baño pensando en qué hacer. Saqué una foto y mandé al WhatsApp de la clínica diciendo que estaba muy preocupada por la hinchazón. Me lavé bien la cara y me puse una nueva crema que debería ser aplicada recién esa noche, pasadas 48 horas del procedimiento. Nadie me respondió. Probé con otro número. Ninguna respuesta. Fui a la cocina a buscar un poco de hielo, puse en una bolsita de plástico y me la apoyé sobre los ojos.

Javi finalmente se despertó y el diálogo fue similar al del día anterior. Pero esta vez era en serio. Yo estaba en pánico. Por suerte él tenía una call desde temprano y se encerró en la habitación sin tener ningún tipo de interacción conmigo. Necesitaba que esta vez, sí, el problema se solucionaría en poco tiempo porque era difícil hacer cualquier cosa con la cara así, aunque no me mirara al espejo.

Habían pasado dos horas y todavía no había respuesta de la clínica. Afortunadamente, mis ojos se estaban desinflando gradualmente y volví a ser solamente Amy Schumer insolada. Al mediodía, finalmente llega una respuesta. “No te preocupes, es normal”, dijo la chica de la recepción de la clínica. “Yo también lo hice y estuve más o menos así”. Dijo que si yo quisiera, la médica podía recetarme algo para bajar la inflamación, pero que cortaría el tratamiento, ya que eso era parte del proceso. Gracias por nada.

Los días que siguieron fueron un poco mejores. Tenía pedazos de piel seca en toda mi ropa y muchas ganas de arrancarme todo con las uñas porque me picaba como el infierno mismo. 

El infierno debe picar así y arder como el primer día.

Para el fin de semana ya estaba prácticamente de vuelta a la normalidad. Todavía había algo de piel descamada en algunas partes y un enrojecimiento mínimo, pero ya podía ser vista en público sin asustar a niños y ancianos.

Dos semanas después de recuperarme, llegó la segunda parte de esta costosa aventura. La aplicación del plasma rico en plaquetas. No sé si el nombre del tratamiento deja claro en qué consiste realmente, pero en todo caso me explico: es simplemente poner una parte de mi propia sangre en la cara con unas inyecciones superficiales.

La doctora me sacó sangre y, mientras la centrifugadora trabajaba para separar el plasma del resto que no se iba a utilizar, empezó hacer cosas en mi rostro. Me iba informando sobre cada paso del procedimiento, pero todo lo que podía pensar ahí acostada en ese mismo consultorio, en esa misma camilla, era en el olor a carne quemada. Sin embargo, esta vez todo fue más normal, por así decirlo. Limpieza, exfoliación, punta de diamante, plasma y microneedling. En 45 minutos estaba lista sin más vicisitudes y sin efectos secundarios al día siguiente.

Si llegaste hasta acá, te debes estar preguntando: ¿valió la pena todo este sufrimiento? ¿Estaría la autora de este relato con la tez de un delicado bebé?

No, y no.

Seguime para más tips de procedimientos estéticos que no se deben hacer.

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