martes, 16 de septiembre de 2025

Los elegidos

Siempre fui de la opinión de que hay solo dos tipos de personas que votan a la derecha: las que nunca tuvieron el pensar como un hábito (los popularmente conocidos pobres de derecha), y las que se benefician monetariamente de manera directa de esa ideología. Forman parte del segundo grupo los propios políticos, empresarios multimillonarios e influencers que ganan dinero repitiendo como loros frases hechas con el tenor más absurdo posible en el afán de viralizar.

De hecho, este tercer segmento, el de los que ganan la vida saltándose la mayor cantidad posible de derechos humanos delante de una cámara, me resulta, de cierto modo, fascinante. Sí, porque ellos muchas veces ni siquiera creen totalmente en lo que dicen, pero encontraron su nicho. Un nicho formado única y exclusivamente por el primer tipo de votantes de la derecha. Y se dieron cuenta muy rápido de que toda su audiencia es lo bastante tonta como para ayudarlos a bancar sus pequeños lujos y hacerlos famosos.

Por razones lógicas, no suelo relacionarme con gente que está en contra de mi existencia (mujer, inmigrante, de clase obrera, entre otros aspectos que me hacen una pieza sin utilidad en su juego de “quién tiene más valor”), pero lamentablemente personas muy cercanas a mí sí se relacionan. Esto hace que mi pequeña burbuja de gente que no odia a las minorías y no quiere que las mismas pierdan derechos básicos explote de vez en cuando. Y nunca me deja de sorprender.

A los pobres de derecha les encanta repetir el discurso cascado de que es incompatible ser de izquierda y vivir bien, consumir marcas y productos de calidad, como si defender derechos básicos para todos significara hacer voto de pobreza. Y no los culpo, sé que no tienen la capacidad cognoscitiva de pensar ni por una fracción de segundo en qué significa eso. De modo que, si lo dijo alguno de sus ídolos —ya sea algún empresario, político o influencer incel— es suficiente.

Lo curioso es que, precisamente, los que creen que hay una incompatibilidad entre ser de izquierda y vivir bien forman parte de al menos dos de los grupos de abajo:

1 - Pobres
2 - Desempleados
3 - Creen que heredarán la empresa para la que trabajan como operadores de telemarketing
4 - Sueñan con ser funcionarios
5 - Creen que son especiales

Poco se habla sobre cómo el pobre de derecha cree que será el elegido. De dios, del CEO de la empresa donde trabaja, de Elon Musk, de Santiago Abascal, de Donald Trump, de quien sea. Porque el que quiere ser funcionario defiende (o al menos debería defender, según su ideología) la disminución de la máquina pública. Pero menos en lo que le toca a él. Él se queda: su puesto de administrativo de nivel medio que llena planillas debe ser mantenido. Los cargos cortados deben ser otros. El que tiene una novia inmigrante solo está en contra de los otros inmigrantes. Ellos sí se tienen que ir de su país y dejar de robar el trabajo de los que son de ahí de verdad. Su novia no, su novia es especial porque él es especial.

El pobre de derecha está seguro de que algún día llegará a ese lugar que tanto desea. Total, aún es muy joven, solo tiene 30. Además, escuchó de algún youtuber que, al ser hombre, recién ahora está entrando en su prime, es decir, el momento en que todo le empezará a ir bien. Quizás hasta consiga una novia nativa, o al menos nórdica. Pero como le cuesta asimilar más de dos frases seguidas, le faltó entender que no es suficiente con solo cumplir 30 para llegar al prime. Y que si llegó a esa edad siendo muy poco atractivo física e intelectualmente, tener 30 por sí solo no va a mejorar su situación. Tampoco le hará más cool el hecho de que se esté alejando un poquito de la edad que tenía cuando pagó para tener sexo por primera vez. Lo hecho está hecho, compañero.

El pobre de derecha está en contra de la disminución de la jornada laboral, del sueldo mínimo y de cualquier derecho del trabajador, porque ahora que está en su prime será CEO y esos detalles menores ya no le afectarán. Es solo cuestión de tiempo. También está en contra de los impuestos porque le sacan un porcentaje demasiado alto de su remuneración de operador de telemarketing. Sin embargo, todavía no sabe cómo le pagarían su sueldo de funcionario sin la recaudación. 

Es que, bueno, tampoco es su culpa si ninguno de sus incels influencers favoritos subió un reel explicando eso, ni cómo haría para conseguir sus antidepresivos gratis por la sanidad pública.

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lunes, 1 de septiembre de 2025

La otra

 Versão em português.

Mucha gente tiende a pensar en “la otra” como una mala persona, una mujer insidiosa y malintencionada por naturaleza. Yo, sin embargo, después de años consumiendo contenido heteronormativo —ficcional y no ficcional—, con muchas “otras” involucradas, y habiendo conocido también a algunas “otras” en la vida real, salgo a defenderlas.

“La otra” no es más que una víctima. Y no solamente una víctima de la rata inmunda del hombre comprometido que tiene algún tipo de relación con ella. “La otra” es también una víctima de ella misma. Salvo excepciones —de las que trataré más adelante—, “la otra” es una mujer insegura, con baja autoestima, posiblemente con daddy issues y que en su vida ha recibido muy poca atención, sobre todo masculina. Cuando la rata inmunda le da una pizca de esa atención que tanto le faltó, ya es suficiente para que se enganche y se convierta finalmente en “la otra”.

“La otra” solo es “la otra” porque nunca pudo ser “la oficial”. No necesariamente la oficial de la rata inmunda en cuestión, sino la oficial de cualquier hombre que se le haya cruzado en el camino. Por sus problemas de inseguridad y miedo a la soledad, “la otra” prefiere ser “la otra” antes que adoptar tres gatos, abrirse una botella de Malbec y ser feliz por el resto de su vida ahorrando en bótox.

Algo que normalmente se piensa de “la otra” es que, cuando está en la soledad de su habitación, se ríe de “la oficial” porque está comiéndose a su marido. Nada más lejos de la realidad. “La otra”, en la soledad de su habitación, llora desconsoladamente y se quiere arrancar las tripas, porque sabe que la rata inmunda está, en ese mismísimo momento, con “la oficial”, que descansa lívida en su cama king size, al lado de la rata inmunda, sin tener la más mínima idea de lo que está sucediendo. “La otra” se quiere arrancar las tripas porque, a pesar de que la rata inmunda le haya dicho en al menos siete ocasiones, en los últimos cuatro meses, que muy pronto dejará a “la oficial”, en el fondo sabe que eso nunca va a pasar.

“La otra” sabe que él no la va a dejar, porque sabemos todas que los hombres no dejan a sus mujeres cuando ya no desean estar con ellas, simplemente esperan a ser dejados en algún momento. Y tienen suerte de que eventualmente eso acabe sucediendo. Pero “la otra” también sabe que son raros los casos en los que la rata inmunda termina convirtiendo a “la otra” en oficial. Porque la rata inmunda, como buena rata inmunda, sabe muy bien que “la otra” tiene todos esos asuntos internos y jamás podría lidiar con ellos de forma oficial.

“La otra” sufre, de eso no caben dudas. Sufre porque está en un loop en el que su inseguridad la llevó a ser “la otra”, y ser “la otra” la hace sentir miserable. Pero, a esa altura, ya es muy difícil dejar de ser “la otra”, porque hay una profunda dependencia emocional y la certeza de que, si deja a la rata inmunda, volverá a ser aquella mujer que no recibía atención masculina jamás. Y “la otra” prefiere las migajas antes que nada.

Ahora bien, como mencioné al principio de este pequeño ensayo, no todas “las otras” son “las otras” porque sufren de inseguridad, baja autoestima, tienen daddy issues y necesitan atención masculina. Hay dos excepciones: las que son “la otra” porque la rata inmunda está cagada en plata, y también “las otras” que están casadas y solo quieren variar el menú semanal —lo que acaba convirtiendo a la rata inmunda también en “el otro”. En ambos casos, el vínculo emocional es prácticamente inexistente, de modo que son las únicas situaciones en las que verías a una badass sujetándose a ese papel.

Yo siempre estuve en contra de cuando “la oficial” decide cagar a “la otra” a trompadas al descubrir el engaño de la rata inmunda. “La otra” no necesita trompadas. “La otra” necesita una buena terapia semanal, tres gatos, una botella de Malbec por semana y, quizás, algunas amigas para decirle que deje de arruinar su psiquis involucrándose con ratas inmundas. La rata inmunda sí se merece las trompadas, pero es mejor hablarle a un profesional que tenga fuerza suficiente como para hacerlo gastar el sueldo de los próximos tres años en implantes dentales.

Por eso, si sos “la oficial”, solo seguí adelante con tu vida, reina. No hiciste nada malo. Si sos “la otra”, quedate con el consejito del párrafo anterior. Todo estará bien. Y si tenés una “otra”, te deseo mucha luz (la luz blanca fluorescente de la morgue).


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martes, 5 de agosto de 2025

I see tetas everywhere

 Versão em português.

Hay un sentido común al que todas las brasileñas ya estamos acostumbradas, no solo al interactuar con extranjeros, sino incluso con nuestros propios paisanos: la idea de que nos encanta mostrar el cuerpo y que andamos prácticamente en bolas por todos lados. No estoy acá para negar esta percepción, sin embargo, ¿ya vieron las europeas? Sí, porque al lado de las europeas —o de las españolas, que son las que mejor conozco—, somos hasta bastante pudorosas.

Es cierto que, si comparamos a una española y a una brasileña caminando por la calle en verano, hay más probabilidades de que la segunda esté mostrando más sus carnes. Sin embargo, he frecuentado gimnasios tanto en Brasil como en Argentina, y el único lugar donde suelo ver tetas todos los días ha sido en Barcelona. Es más, no vi ni una sola teta en ninguno de los vestidores de los gimnasios que frecuenté en Brasil y Argentina.

Cuando digo “ver tetas”, quizás el lector esté pensando: “Bueno, son unos segundos para cambiarse, ¿qué van a hacer?”. Pero es que justamente no es así.

Yo no me cambio en el gimnasio, pero uso el vestidor para guardar cosas, ir al baño, mirarme en el espejo mientras me ato el pelo y poco más. Y en ese corto período de tiempo, he notado que hay en el ambiente cierto placer en mostrar las tetas. Las europeas están orgullosas de sus tetas y aprendieron que no pasa nada con exhibirlas libremente en espacios donde esto está permitido. Dicho esto, este es el orden de sus acciones al ingresar al vestidor luego de entrenar:

  1. Quitarse la remera y el top

  2. Abrir la taquilla y sacar sus cosas

  3. Sacar los productos de aseo de la mochila

  4. Responder a algunos mensajes por WhatsApp

  5. Quitarse la parte de abajo (incluyendo las zapatillas)

  6. Ir a la ducha

  7. Volver al vestidor

  8. Vestirse con la parte de abajo

  9. Hacer los siete pasos de su rutina de skincare

  10. Secarse el pelo

  11. Guardar todo en la mochila (menos la parte de arriba y las zapatillas)

  12. Ponerse las zapatillas

  13. Responder otros mensajes por WhatsApp

  14. Ponerse la parte de arriba

  15. Irse

¿Se dan cuenta de que entre sacarse el top y volver a ponerse la parte de arriba del atuendo van 13 etapas con las tetas completamente al aire?

Y también he visto variaciones, donde la mayoría de esas etapas son llevadas a cabo no solo con las tetas al aire, sino también con la chucha al aire. Algunas se sientan completamente en bolas en los bancos del vestidor y responden cómodamente a audios y mensajes en el celular.

Pasemos ahora a otro ambiente free titties en España: las playas. 

A esta altura todos sabemos que el topless está permitido en este país, mientras que en Brasil, la nación de las semidesnudas, esto podría hacer que una mujer termine dando un paseo rápido por la comisaría. Ahora bien, una cosa es saberlo y otra es tenerlo presente. Probablemente te acuerdes de esto recién cuando ya estiraste tu pareo sobre la arena y, al levantar la cabeza, tengas unos seis pezones femeninos apuntándote directamente.

Admito que esto hace que me sienta ridícula cada vez que me meto en el mar y una ola mueve un poco la parte de arriba de mi bikini. Lo acomodo a la velocidad de la luz porque god forbid que se vea un poquito más de piel.

También admito que un pensamiento intrusivo, y algo polémico, fue el que me motivó a escribir esto. Y si yo pensé en esta pelotudez, pues vos también vas a pensar.

Imaginate que sos de Latinoamérica y que ahora vivís en España. Con tu pareja. Tu pareja tiene un grupo de amigos y amigas del trabajo, con sus respectivas parejas, que los invitan a pasar un sábado en la playa. Ustedes se llevan bien, incluso ya habían salido juntos algunas veces. 

Ahora imaginate que ya llegaron todos: sombrilla puesta, reposeras abiertas, pareos sobre el piso... y ves que María, la de Recursos Humanos, decidió sacarse la parte de arriba del bikini y se acerca a agarrar una lata de cerveza de la heladerita. Pero ella no es la única: Laurita, la novia de Juan, el de Logística, la acompaña porque tampoco quiere las marquitas del bikini. Y solo a vos te parece raro que tanto vos como tu pareja estén viendo las tetas de María y de Laurita, siempre muy cerca de tu cara cada vez que se levantan para agarrar una birra. Es decir, solo a vos te parece raro que el lunes tu pareja vaya hasta el escritorio de María para solucionar un problema con el pago de sus horas extras sabiendo exactamente como lucen sus pezones. 

Nada, eso. Free the nipple.


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martes, 20 de mayo de 2025

De la soltería a la tragedia en dos citas y media

Una mujer cuando acaba de quedarse soltera tiene dos opciones: aprovechar la paz y la tranquilidad de no tener al hijo no diagnosticado de alguien provocándole siete tipos de ansiedad por día, o ponerse los cascos, el blindaje, la mascarilla de oxígeno, e ir a la guerra. Yo, que no soy la reina de las buenas decisiones, pero que tampoco le tengo miedo a los obstáculos de la vida, elegí lo segundo. Lo que naturalmente me llevó a Tinder. Y a Hinge. Y a todas las apps de citas de las que tuve conocimiento. 

Mi primera cita fue a un mes de estar soltera. Había empezado a hablar con el tipo en cuestión más o menos una semana antes. Se veía lindo en las únicas dos fotos donde aparecía apropiadamente, tenía unos buenos bíceps, un poco de barba y una cara de buen pibe de las que me suelen gustar. Parecía mucho más joven que los 38 que decía tener. Unos 32, quizás. La tercera foto era de él en un velero a kilómetros de distancia, y en la cuarta aparecía esquiando, red flags que deliberadamente decidí ignorar. Resulta que el tipo era extremadamente amable, me hablaba todos los días, y siempre que se desconectaba, me lo hacía saber en vez de dejarme sin respuesta por nueve horas seguidas. Tenía tantas ganas de conocerlo que yo misma le tiré una provocación en forma de chiste para que nos viéramos. Claro que funcionó. Quedamos de encontrarnos al día siguiente, a las cinco de la tarde, para ver la puesta del sol desde un rooftop en Passeig de Gràcia. Le pedí su WhatsApp para facilitar la comunicación, y luego de haberlo agregado e intercambiado algunas palabras, su foto de perfil seguía sin aparecer. No le di importancia al hecho.


Al día siguiente, mientras terminaba de prepararme para la cita, su foto finalmente apareció en WhatsApp junto con un mensaje avisando que llegaría unos 15 minutos tarde porque había mucho tráfico. En la foto, él aparecía de perfil y a una distancia que no me permitía evaluar bien su cara. Pero se notaba algo distinto de las que tenía en Tinder. Debe ser simplemente una mala foto, pensé, y salí con mi mejor look rumbo a la cita. 


Cuando llegué a nuestro punto de encuentro, le escribí avisando que ya estaba ahí. A los dos minutos, responde diciendo que no me veía y procede a llamarme. Atiendo y me dice que está justo en el medio de la plaza, al lado de la salida del metro, con el brazo levantado. Y entonces lo veo. Imposible no verlo. Un poco temerosa, empecé a acercarme, y cuando finalmente mis ojos miopes enfocaron su cara, pude ver como sus lentes transitions terminaban de ponerse oscuros por completo. 


No diré que las fotos que él había usado en Tinder no eran suyas. Lo eran. Es decir, de una versión suya que había dejado de existir hacía por lo menos cinco años. Pero eran suyas. Quizás su personalidad valga la pena, pensé, mientras lo saludaba con dos besos en la mejilla. Cuando giramos para dirigirnos al rooftop, mi primer reflejo fue agarrar mi celular, fingir que estaba leyendo algo en WhatsApp y enviar un audio a una persona cercana que estaba al tanto de aquella cita. “Mirá, no sé a qué hora voy a estar libre, pero no te pongas así. Te aviso cuando me esté por ir y nos encontramos en Sant Martí, ¿te parece?”.


Le conté al tipo una historia muy poco creíble sobre que la novia de mi mejor amigo lo había dejado hacía poco y estaba pasando por una situación complicada. “Él también estuvo cuando dejé a mi ex”, añadí, mientras seguía tipeando algo en WhatsApp sobre que el tipo no tenía nada que ver con las fotos. Fue cuando sentí su mano en mi espalda. “Te ayudo, así no te chocas con nadie”. 


Llegamos al rooftop y pedimos cada uno una copa de vino rosado, que venían con un bowl de palomitas pochoclos, lo cual empezó a atacar con ganas desde el minuto uno. En media hora de charla descubrí que era heredero, vivía con los padres en una mansión de tres pisos en uno de esos pueblos chetos cercanos a Barcelona, que había vivido solo durante nada más que dos años de su vida y que luego se dio cuenta de que no valía la pena. También descubrí que le gustaban los deportes, pero nada de fútbol, tenis o pádel: vela y esquí, cómo no. En un determinado momento hasta intentó convencerme de que alguien había creado el mundo, porque era imposible que todo lo que vemos se haya desarrollado solo. Seguí con mi acting para nada obvio en el celular y después de la segunda copa de vino le dije que me tenía que ir. Ofrecí pagar mi parte de lo que consumimos, a lo que a él le pareció bastante razonable. Caminamos juntos por más o menos 5 minutos y nos despedimos. Nunca más volvimos a hablar. 


Volviendo a casa, empecé a pensar que quizás las apps de citas habían sido una mala decisión. Estaba frustrada por haber perdido tiempo, gastado maquillaje, dinero y mi mejor look para ver a un tipo que, además de no tener nada que ver con sus fotos, parecía que iba vestido con ropas elegidas por su madre, con quien vive a los 38 años, claro. Me rindo, pensé. 


Y así seguí por más o menos una semana, cuando, aburrida, volví a ejercitar mis dedos en Tinder. No podía permitir que una mala experiencia me privara de quizás conocer al nuevo amor de mi vida. 


En el primer día de la vuelta a las apps, me aparece este otro tipo, que no era exactamente lindo, pero tenía una cara aceptable. Además, en su perfil había varias fotos que parecían legit y tenía sentido del humor: dos de ellas eran montajes suyos surfeando y escalando. Es decir, se estaba burlando del hombre promedio que habita las apps de citas, lo que me pareció bastante simpático. Luego de hablarle por unos días, demostró ser una persona interesante. Era gracioso, inteligente, y también bastante sensible. Otra vez, le pinché yo para que nos viéramos. Y otra vez funcionó. Me invitó a recorrer un fleamarket al mediodía de un día de semana, una idea bastante original, había que admitirlo.


Para mi satisfacción, la cita fue bastante bien. Terminamos comiendo sándwiches de atún ahí mismo en el mercado de pulgas. Él era exactamente lo que había demostrado, pero, además, estaba desempleado, de modo que decidí invitar yo el almuerzo. También era apenas unos pocos (¿3?) centímetros más alto que yo. Ningún problema para mí. Quedamos de vernos otra vez el sábado a la noche.


Las segundas citas son siempre las mejores. O eso creía yo por mis experiencias pasadas. Me dijo de irnos a una terraza que él conocía por el barrio del Eixample. Me hidraté el pelo, le hice onditas con la planchita, puse mi segundo mejor look, perfume y maquillaje, y una hora después me encontraba en una esquina ruidosa, sentada en la silla de plástico negra de uno de esos bares que ponen fotos de sus paellas de 12 euros y de sus bocadillos de jamón ibérico en la pared exterior. “No te gusta mucho este lugar, ¿no?”, me preguntó mientras tomábamos una caña. “La verdad es que me imaginaba otra cosa”, le respondí riendo. Conmovido con mi incomodidad, sugirió irnos a otro bar, que elegí yo. 


Llegando al nuevo bar, ya mucho más cómoda, pedimos más cañas. Todo eran risas y diversión hasta que decidí contarle una anécdota: “¿Sabías que, para los latinos, los europeos tienen fama de oler mal? No tanto los españoles, creo que principalmente los franceses”. Espantado, me dijo que era la primera vez que escuchaba esto y que ellos, los europeos, tenían la misma impresión de los latinos. “¡Pero si nos bañamos todos los días! En Brasil incluso lo normal es bañarse más de una vez por día”, le dije. A lo que él responde: “Es que ducharse todos los días hace mal a la piel y al pelo, yo me ducho un día sí y otro no”.


Esperé el punchline, porque esto solo podía ser una broma. Unos segundos más tarde, sin embargo, su cara muy seria demostraba que no. No era una broma. Tardé unos 20 minutos en procesar la información, mientras comía papas fritas en silencio y lo escuchaba decirme intransigente por haberme sorprendido negativamente al tomar conocimiento de que el tipo con quien estaba teniendo una cita no se bañaba a diario. 


De a poco fui recuperando mi estado normal y seguimos charlando, pero sentía que la información recibida me la había bajado un montón. ¿Hoy será el día sí o el día no?, pensé. Una duda genuina.


Él pagó la cuenta y le transferí la mitad ahí mismo, antes de que nos levantáramos. Al acompañarme hasta el metro, se detiene, acerca su mano abierta a mi cara y dice: “estírame un dedo”. Sin entender qué carajo estaba pasando, fruncí el ceño: “¿Qué?”. “¡Estírame un dedo! ¿No se dice así en Argentina?”. Entonces le estiré el dedo, total, él obviamente no se animaría a tanto.


Pues sí que se animó.


Acto seguido, el tipo se tira un ruidoso pedo. 


Mi incredulidad era tanta que por unos largos segundos no supe cómo reaccionar. “¿Sabés que no nos vamos a ver nunca más, no?”, le dije muy tranquilamente en un determinado momento. “Depende de ti”, me responde. “Sí, exactamente”, me reí de modo sarcástico, “por eso lo digo”. Ofendido por mi intransigencia, me dice: “Ah, vale, esto es lo que sucede cuando uno es abierto y sincero”. Nos despedimos en la puerta de la estación de metro y no nos volvimos a hablar nunca más.  


Esa misma noche, cuando llegué a casa, por un momento consideré otra vez retirarme definitivamente no solo de las apps de citas, sino de las citas en general. Pero luego se me ocurrió que podría seguir haciéndolo por la anécdota. Buscaría los perfiles con más chances de tener citas insólitas como las dos que había tenido en un lapso de dos semanas solamente para divertir a mis amigos. Pero antes, me tomaría unas vacaciones, me estaba por mudar y tenía muchas cosas sucediendo a la vez en mi vida, no podía dedicar mucho tiempo a esa nueva misión.


Finalmente, el día de la mudanza llegó. A la noche yo ya estaba hecha percha, pero aun así decidí salir para festejar. Solo me faltaría terminar de acomodar todas mis cosas en los días siguientes y volvería a buscar personajes para mi tragedia personal. Esa noche, sin embargo, terminé encontrando a uno que ya me había despertado interés hacía algunas semanas. Era una persona de la vida real, con la que había hablado algunas veces y, que por lo poco que conocía, me gustaba. No es el target de mi nuevo proyecto personal, pensé, pero tampoco estar un rato con una persona normal arruinaría completamente mis planes, podría volver a ello dentro de unas semanas.


Pero la cosa tuvo un giro inesperado.


Esa noche de sábado la pasamos muy bien en el bar donde nos encontramos casualmente, mucha química y posibilidades de que pudiéramos seguir pasándola bien también los días siguientes. Cómo estaba muy cansada por la mudanza, decidí irme a casa sola, a pesar de sus invitaciones para acompañarlo a la suya. Además, mis planes para el domingo eran seguir ordenando mis cosas en la casa nueva. Me desperté a la mañana con algo de resaca y le escribí por WhatsApp.


La respuesta llegó unas horas más tarde, en forma de audio. Resultaba entonces que mi tercera experiencia en el mercado de las citas no había estado salvada por el hecho de que yo ya conocía a la persona en cuestión. Pensaba que no podría haber sorpresas, pero, como siempre, estaba equivocada. Hubo sorpresas. 


En el audio, él me explicaba que había pasado muy bien conmigo, pero que se sentía mal porque se había mandado una cagada. Estaba saliendo con una chica hacía un tiempo, pero ella estaba de viaje al exterior por algunas semanas y la cosa se le había ido de las manos la noche pasada. De esta forma, sin querer, terminé teniendo mi tercera cita insólita que no era para haber sido just for the plot. Así que gracias, Giacomo.